Titulares que duelen

Leo sobrecogida esta noticia. Y no sé si llorar o reír. Llorar por la ignorancia de aquellos que no viven una discapacidad en sus carnes y tienen la empatía en el mismo trasero. O reír, porque lo único que puede provocarme este titular es lástima, tristeza y rabia por esa gentita que se permite el lujo de pensar de manera tan ruin. Y más cuando el que critica es discapacitado también. A veces también el enemigo está en casa.

Vaya por delante que a ninguna persona con discapacidad le gusta serlo. A ninguna. A todos nos gustaría tener salud. Bailar como hacen otros. Caminar como la mayoría. No tener ni un dolor. Y preocuparnos por cualquier otra dificultad de la vida que no sea nuestra salud, que también. 

A los que desconocen esta situación, les diré que no todas las discapacidades son iguales. No es lo mismo ser sordo, que ciego, que tener fibromialgia, una enfermedad rara o una lesión en la columna.

Y como no quiero generalizar, hablaré de mi caso concreto. Para que no haya pérdida y los de mente cortita se puedan hacer un lio.

Mi caso en particular

Tengo Esclerosis Múltiple. Y una discapacidad reconocida del 40%. Soy persona con discapacidad desde 2014, aunque sufrí dos supuestos infartos cerebrales (brotes encubiertos) con 27 y 29 años.

¿Y alguien, en su sano juicio, puede pensar que cuando voy a un concierto a la zona habilitada para discapacitados es por gusto? ¿Que me regodeo de tener un espacio más cerca del escenario? (¡Qué afortunada!)  ¿Que soy feliz porque tengo un servicio al lado para que pueda visitarlo cada media hora? (Eso sí no está ocupado por algún jeta con la cara más dura que el cemento armado)…

Pues no. A mí me encantaría estar en medio de todo brincando, saltando y bailando. Me fascinaría que me diera igual la ubicación de los servicios más cercanos. Y disfrutar sin más preocupaciones. ¿Pero sabes qué? No puedo. Me tengo que conformar con estar en mi sillita porque el cansancio no me deja levantarme, moverme y bailar como lo hacía antes. ¿Que me levanto de la silla y bailo lo que mis fuerzas me permitan? Por supuesto. Y si son 10 minutos mejor que cinco. Y si a ti, persona con maldad retorcida, te molesta que pueda levantarme de mi silla y ponerme a bailar… te doy cinco minutos, cinco, en mi cuerpo

Porque en cada ocasión que voy a un concierto, después de la odisea de aparcar y de llegar casi agotada al evento, si puedo bailar y estar de pie al ritmo de la música, seré la mujer más feliz de la tierra. Pero si el cansancio se empeña en ser protagonista, he de sentarme. Aunque mi corazón y mi cabeza no quieran. Mi cuerpo manda.

Lágrimas de asimilación

Hay días que puedo caminar sin necesidad de bastón. Y otros días en los que no puedo recorrer 100 metros seguidos sin ayuda. He comprado una scooter, y aunque nunca sale en las fotos… ahí está. Porque es la única manera de llegar a los sitios sin que el cansancio me mate. Y mientras los demás corren y caminan sin pensarlo, yo tengo que ir sentada en mi motillo. ¡Mis lágrimas me ha costado hacerme a la idea. Asumirlo! Pero soy feliz porque así no impido que los míos puedan ver y visitar lugares junto a mí que de otra manera, no podrían. 

Cada vez que hago un viaje, tenemos que planear todas y cada una de las paradas. Yo cuento  hasta los pasos que voy a dar. Y, por supuesto, hasta la mesa de cualquier restaurante tiene que tener un servicio cerca. Que haya ascensor. Que tenga parking. 

Poca comprensión y total desconocimiento

Leer titulares como éste, y los consiguientes comentarios a esta desastrosa publicación, sólo denota la poca comprensión y el desconocimiento absoluto de los que, por estar sanos, creen que nosotros, las personas con discapacidad, no estamos autorizados a tener un día bueno. Ni a hacer un esfuerzo mayúsculo por intentar parecernos a lo que un día fuimos, cuando estábamos sanos. Que debemos llorar por los rincones, dar pena, no tener derechos y que si algún día, como es mi caso por ejemplo en el aeropuerto, necesito utilizar una silla de ruedas, que me quede en ella para siempre.

He contado situaciones que no había contado nunca. Quizá por vergüenza. Tal vez por respeto y recuerdo a la mujer que un día fui, que no le temía a nada ni a nadie. Que caminaba garbosa. Que estaba sana. Pero sí. Aquí están mis entrañas. Estoy abierta en canal. Ésta soy yo. 

Acuérdate de mí

Así que ahora, cada vez que entres en un servicio de discapacitados porque no quieres esperar las colas de los de las personas sanas… piensa en que hay alguien que daría dinero por esperar esa cola. De pie. Saltando y bailando.

Y cuando aparques en un sitio destinado para personas con movilidad reducida porque “sólo en un momentito y no hay aparcamiento”, piensa en mí. Que daría todo por poder aparcar lejos, muy lejos, y caminar, sin dolor, desde al aparcamiento hasta el sitio de destino. Y lo haría gustosa. Con lluvia, nevando y granizando. Con la compra a cuestas. Con mi hijo al hombro. ¡Firmo ahora mismo! 

Pero no. Soy de las que se tienen que morder la lengua cuando un insensible egoísta se mete en el baño de discapacitados haciéndonos esperar a los que no podemos esperar. Soy de las que le hierve la sangre cuando ve un coche aparcado en una zona reservada para personas con movilidad reducida sin tener la tarjeta de estacionamiento para personas con discapacidad. Porque está quitando sitio a quien de verdad lo necesita.

Soy la que aguanta furiosa las miradas que juzgan cuando me levanto de una silla de ruedas para entrar al avión por mi propio pie. 

Y todavía hay gente que dice que si tenemos privilegios o ayudas. ¿Privilegios? ¿Ayudas? Te lo cambio todo. Así, con los ojos cerrados. Te doy esos privilegios y ayudas y te quedas con mi puta Esclerosis Múltiple. ¿Te parece?

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