Van pasando los años y va creciendo, día a día, mi admiración hacia tu alma noble. Un alma carismática que desprende entusiasmo y grandeza.
Siempre he sabido la importancia de tu labor, de tu amor incondicional, de tu entrega y tu sacrificio. Pero he tenido que ser mamá para que cayera sobre mí, a plomo, todo eso que ya sabía pero multiplicado por mil.
Ahora comprendo y venero tu paciencia. Tu entrega. Tus desvelos. Tu sonrisa tranquilizadora y apaciguadora que transmitía paz y regalaba consuelo, aunque tú desearas hincharte a llorar al verme sufrir. Y lo hacías sola. En silencio. Sin que yo me diera cuenta de tu pesar.
Hoy valoro más que nunca tu voz, tu abrazo, tu mano en mi mano. Tus juegos cuando era niña. Tus consejos sabios. Tus protestas. Tus enfados. Tus esperas en el balcón cuando la jovencita quería volar y descubrir nuevas experiencias, conocer nuevas gentes, exprimir cada segundo de diversión. Sin pensar más que en mi ombligo.
Y se me dibuja una sonrisa cuando recuerdo aquellos madrugones para estudiar. Y tú a mi lado, preguntándome las lecciones. Me emociono al recordar tu orgullo al escuchar mi voz en la radio por primera vez. O mi firma en el periódico. O cuando grababas todos los programas de televisión. Todos.
No tengo vida para agradecerte todo lo que has hecho por mí, por nuestra familia. No tengo palabras para describir qué siento cuando miras a mi hijo, tu nieto. Cuando lo besas. Cuando le das esos caprichos a escondidas para que yo no te regañe.
Estoy muy orgullosa de tenerte. De verte envejecer tan linda y hermosa. Y me gustaría disfrutarte por siempre. Buscar tus ojos cuando dudo y obtener tu mirada de aprobación, esa mirada cómplice que aún hoy reclamo hasta en la distancia. Hasta en mis sueños.
Te quiero, mamá. Y te doy las gracias. Por ser mi ejemplo, mi espejo. Mi camino a seguir. Y te pido perdón por no haberte sabido comprender cuando debía. Y por todo el sufrimiento que te sigo ocasionando, aunque sea sin querer.
Gracias mamá. Te quiero. Te quiero con toda mi alma.
