Cuando tenía la edad de mi hijo las personas de 48 años me parecían mayores. Muy mayores. Señoras, señores.
Ahora, que he llegado a esa edad, que a los ojos de mi pequeño seré una completa señora, descubro que me encanta lo que siento. Aunque siga sin considerarme una “señora mayor”. Pero pienso que soy una mujer de 48 años capaz de mirar atrás y sonreír. De mirar adelante, y sonreír. De mirarme en el espejo… y sonreír.
Me gusta lo que veo
De acuerdo que tengo una enfermedad crónica que me ha, que nos ha, complicado el día a día. De acuerdo que me habré equivocado alguna vez, que algo habré dejado en el camino. De acuerdo, que de algo me arrepiento. Con seguridad. (Todos nos arrepentimos de algo. Y quien diga lo contrario, miente.)
Pero… me gusta. Me gusta lo que veo. Lo que siento. Lo que hago sentir a quienes me rodean. Me gusta quién soy y lo que tengo. Lo que he construido. Me gusta pensar en el mañana y caminar la vida, con o sin bastón, pero siempre de frente. Y con la cabecita muy alta.
Tengo 48 años y estoy encantada de cumplirlos. De mirar las arrugas canallas que se van apoderando de mi rostro. Las incipientes canas. Los kilos de más. Soy feliz asumiendo lo que tengo, la edad que tengo. Me niego a luchar contra lo inevitable.
¿Podía estar mejor?
¿Que podía estar mejor? Por supuesto. Pero si algo he aprendido de la enfermedad es que he de exprimir los momentos que me permite la fatiga, el cansancio o los dolores para disfrutar y hacer disfrutar. Para sacar partido a cada ratito que la enfermedad me da tregua. Quiero aprovechar a mi niño porque pronto dejará de serlo. Y ya no habrá marcha atrás.
Hay que ser muy valiente para envejecer. Para ser consciente que ni tus ganas, ni tu cuerpo, ni tus fuerzas son las mismas de antes. Y hay que envejecer con dignidad. Y felicidad. Sabiendo que se abren nuevas etapas.
A mis 48, brindo por haberme convertido en la señora que soy. Será porque… eso de la valentía… lo llevo en los genes.