Ocho meses. Ocho eternos meses en los que el ordenador y el teléfono fueron nuestros únicos vehículos de unión. Las videollamadas la única manera de vernos las caras. Y tocar la pantalla e imaginar el tacto, la singular forma de sentirnos cerca.
Una pandemia mundial que hizo la distancia que separa Inglaterra de España fuera completamente infranqueable. Inalcanzable.
Iba a ser el primer cumpleaños de mi madre, desde que me trajo al mundo, que su única hija no iba a estar a su lado. ¡No podía permitirlo!
Viaje con más miedo que vergüenza en el avión. Coger un coche en Madrid (gracias a la gran colaboración y generosidad de mi suegro, al que no pude ni abrazar) y conducir hasta Salamanca (¡Oh Dios! En España conducen por el otro lado al que ya no estoy acostumbrada).
En Salamanca, contaba con la complicidad de Guillermo, mi compadre y amigo desde la infancia. Juntos habíamos preparado la sorpresa. Él convenció a mis padres para que salieran de casa. Yo llegaría sobre las doce de la noche. Así que una cena-celebración de cumpleaños adelantada en su restaurante (La Mejilllonera d´Víctor) era la coartada.
Lo que allí sucedió será difícil de olvidar.