Ella era una niña. Y no lo entendía. No comprendía la profesión de torero. No aceptaba que los niños del colegio, en tiempos de columpios, de risas, de muñecas, no supieran comprender que su padre no era como los demás.
El padre no estaba todos los días a su lado jugando a la rueda. Su padre no le leía un cuento por la noche. Muchas veces él no estaba en casa. Era torero.¡Torero! Palabra tan pequeña que conlleva tanta grandeza…
Aún recuerda aquella tarde en la que, jugando en el salón de su casa, su madre caminaba de un lado a otro, nerviosa, devorando los cigarros. Tarareando canciones que aislaban su miedo.
Sin saber porqué, la madre, la esposa, presentía que algo malo iba a suceder. Y sonó el teléfono. Y su rostro cambió. Y la niña dejó sus muñecas en el suelo y dio un beso a su madre. A pesar de ser pequeña sabía que a su padre lo había cogido un toro.
Al otro lado del teléfono la madre escuchó: “Tranquila, ha sido fuerte, pero está bien”. Y la niña vio a su madre llorar. Y jamás olvidará su gesto. Ni su dolor.
Aún recuerda la tarde que fue al hospital para ver al padre herido. Entró en la fría habitación con los ojos cerrados. Temblando. Por miedo a lo desconocido. Y tuvo una sensación diferente a la que hasta entonces sentía al pronunciar la palabra “torero”. Orgullo, pero también sufrimiento. Nunca olvidará lo que el padre masculló con dolor: “Mi niña”. Seis letras, seis que encerraban ¡tanto cariño! Parece mentira que palabras tan simples denoten tantos sentimientos. Tanto amor.
Y sin embargo la niña…
Odiaba los toros. Odiaba aquel inmenso animal que era capaz de herir lo que más quería. Y no comprendía que su padre, después de hacerle daño, continuara amándolo. Y defendiendo aquella forma de vida tan atípica en la que había grandes triunfos y grandes penas. Odiaba a los señores que se enfrentaban a la muerte. No lo entendía. No llegaba a comprender aquella pasión que les hacía ponerse delante y vivir por y para aquella profesión.
Cuando el padre se retiró y comenzó a alejarse del toro, la niña fue creciendo a la vez que aumentaba en ella aquella extraña sensación de amor por el arte torero que le transmitía el padre. Y, ya ajena al dolor que entonces le provocaba el miedo, comenzó a escuchar, a aprender. A dejarse llevar por el sentimiento de nobleza que empuja a un torero a ponerse ante un toro. Y cada vez era más grande el orgullo. Y cada día más fuerte la admiración por todo lo que había vivido desde niña. Y se fue poco a poco metiendo en un mundo que no eligió, que no comprendía en un principio, pero al que comenzó a adorar.
Y ahora, después de los años, después del tiempo, la niña que se hizo mujer siente una enorme satisfacción. Satisfacción por ser partícipe de la profesión más honesta. De haberla mamado desde la cuna. De haberla hecho suya. Es grandeza. Es pasión.
Por eso, cuando encuentra a gente que no entiende ese amor romántico por la fiesta de los toros, simplemente calla y sonríe. Sin mediar explicación. Porque se siente o no se siente. Porque la Fiesta es una forma de vida. Su vida. Porque para ella no es preciso ponerse delante de un toro para saber qué se siente al escuchar la respiración del animal rozando sus muslos.
Respeto. Lealtad. Honestidad. Seriedad. Admiración.
Es un honor ser la hija de un matador de toros. Por eso, gracias, padre, por ser artista. Gracias por todo.
Corría el año 2003 cuando escribí esta carta para el cuadernillo que se entrega a la entrada de la plaza de toros La Glorieta. Por la noche realizaba los coloquios de la Feria junto a Alfonso Navalón, coloquios que se podían ver en directo desde el hotel Abba Fonseca y se emitían en Televisión Salamanca.
Alfonso me pidió que leyera esta carta y se emocionó hablando de mi padre, Víctor Manuel Martín.
Ahora recupero estas imágenes y no puedo por menos que manifestar honor. Primero por haber aprendido y compartido tantas cosas junto a Navalón descubriendo su lado más sensible. Y sobre todo… porque cada día que pasa estoy más orgullosa de mi padre.